Carlos Miragaya
Confesión inconcusa de un demiurgo relegado
Historia
sucinta del descubrimiento y conquista de mi tierra universo desde
la creación hasta mi actual desahucio
Diría que, en efecto, las cosas fueron tal y como aseguran
mis antiguos exegetas vuestros, si ahora, al recordar de nuevo sumido
en el hueco de mi sillón orejero, no tuviera tiempo y facultades
de memorioso para recordar más detenidamente aquella noche
de mis primeros tiempos en que, demiurgo exagerado e ideólogo
congénito, tuve la ocurrencia de crear el universo. Efectivamente,
en el conticinio perfecto de aquella noche de ardor decisivo a la
que ahora me refiero tras tan vasta diuturnidad, gesté, para
que fuera ecuménica e inmarcesible, la pequeña parcela
de tierra de mi jardín primigenio y, acto seguido, ejecuté
sobre ella, tierna todavía, las particularidades caprichosas
de mi topografía y los atractivos accidentes de una orografía
de, permitidme decirlo así, prudentes exageraciones. Mi universo
todo, y en su centro mi moderado mundo jardín, era, pues,
el primero de todos, el originario y tenor de cualesquiera otros,
es decir, el único posible entonces, que concebí deliberadamente
cuadrado para que simbolizara la Tierra y la existencia de mis criaturas
humanas tal y como luego querrían vuestros geómetras
simbolistas y vuestros exegetas de mis obras, y teniendo como límites
principales en el mapa recien trazado de mi ecúmeno, los
señalados como categóricos por mi primitiva rosa de
los vientos, esto es, los cuatro, y no más, setos de arbustos
vivos que circunvalaban mi jardincito y donde situé a mis
mniños mofletones para que soplaran los vientos de mi ocurrencia.
Así era mi mundo, creedme, un mundito coquetón, reluciente
de nuevo, donde daban ganas de instalarse para siempre y tan pequeñito
que se podía abarcaar entero de una sola mirada, y en el
que la reducida fauna de mis criaturas petulantes, gestatorias de
tan nuevas entonces, no habían osado todavía trasponer
sus fronteras como no mucho después, fatalmente, haría
vuestro legendario Luggalzaggisi de Uruk, que, atreviéndose
a explorar sin mi beneplácito mi tierra secreta, descubrió
mi mar Inferior, que ahora gustáis llamar golfo Pérsico,
y mi mar Superior, que ahora os complace denominar Mediterráneo,
dando así, pese a mis disposiciones, la primera imagen histórica
de mi Teatro de la Tierra Universal. Y al poco, agarraos, el héroe
Gilgamesh, indiferente a las estantiguas monitorias de mis setos,
recorrería las sendas vírgenes de mi mundo desconocido
en busca de un inmortalidad que ciertamente alcanzó, puesto
que todavía lo recordáis, ¿no?. Y no mucho
después, el egipcio Her-Khuf, aproximadamente a mediados
del tercer milenio antes de lo que luego llamásteis nuestra
Era, halló y exploró mi Sudán escondido, y
mi alto Nilo anchuroso, al que yo mismo llamé Blanco, mi
Nilo Blanco, para regresar a continuación a su Egipto llevándole
a su faraón uno de mis pigneos recien hechos. Y aún
luego, tal y como se complace en relataros vuestro historiador Herodoto,
mi África nemerosa fue descubierta como continente rodeado
por las aguas de mi mar océana, salvo una pequeña
porción correspondiente al istmo de Suez, por vuestros navegantes
fenicios en tiempos del faraón Nekao. La circunnavegasteis
entera, sin temor como debiérais a mis criaturas irracionales
morando turbulentas y amenazantes mi vasta llanura acuórea.
Daros cuenta, en aquellos tiempos, más de 20.000 kilómetros
de vuestros actuales kilómetros, y regresasteis, lograsteis
hacerlo, sin que os aconteciera lo que habría de sucederle
a vuestro pobre persa Sataspes, que fue condenado a muerte por no
lograr la misma circunnavegación de mi continente llevada
a cabo por los ya mentados fenicios, ya que él sí
temió a mis bulliciosos engendros del mar. Y vuestro celebérrimo
Pytheas, no pienso olvidarlo, traspuso mis columnas del fin del
mundo y navegando a lo largo de mi costa ibérica osó
descubrir mi remota isla Thule, y mi Norte enigmático. Daos
cuenta, osó surcar mis tenebrosas aguas árticas, sorprendiendo
en los confines impenetrables de mi Tierra Universal a mis niños
mofletones del norte soplando mis vientos y mis ventiscas boreales.
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Mapa del ecúmeno. Miniatura del Codex
Wilton.
En fin, que lo mirásteis todo, todo, cada rincón
de mi mar, y cada repliegue de mi tierra secreta. Todo, absolutamente
todo, como mi entrañable Ponto Euximio, descubierto
por vuestro Jasón y sus compañeros los argonáutas
en busca de mi vellocino de oro de la Cólquida. Sí,
todo, me lo mirásteis todo, mi antiguo mar Negro, mi
mar de Azof, y las cuencas antediluvianas de mis ríos
Tasis y Tanais, y os bañásteis en mi Ister,
y os paseásteis petulantes por mi mitificada península
del Quersoneso címbrico, y por mi llanura ucraniana,
irrumpiendo incluso en mi antiquísimo Lejano Oriente,
en mi Terra Incógnita, mi silencioso mundo de las estepas
y de los desiertos, mi enorme Asia feroz, donde enclavé
mi hermosa Manchuria, y mis montanas celestes, y mi Pamir,
y mi Altai, donde reinaba el poderosísimo rey Ogané,
que oculto tras unas cortinas de seda no dejaba ver de su
persona a vuestros antiguos embajadores nada más que
un pie que reverenciabais como cosa santa creyendo era del
Preste Juan. Pero todo esto, evidentemente, muchísimo
antes de que os aventurarais por mi remoto Norte terrestre,
por mi universo de tundras y selvas druidicas moradas por
mis centauros amantes del vino y de las mujeres, es decir,
muchísimo antes de que se os pasara por la cabeza penetrar
en mis tierras hiperbóreas buscando la felicidad sobrenatural
que atribuíais a mis pueblos septentrionales. Y mi
Tierra, en consecuencia, de cuadrada y pequeñita pasó
a ser un vasto mundo con montañas más altas
y más riscosas que las creadas por mi prudente orografía
y con una geografía y una topografía tan ardua
y enrevesada, con tantos nuevos continentes, islas, penínsulas,
mares grandes y pequeños de los que no recuerdo ser
artífice que me fue imposible reconocerla, y además,
cosa que fue gran quebradero de cabeza, nombrasteis mis accidentes
del terreno con nombres de vuestro capricho, que yo hube de
aprenderme de memoria, pese a ser tantos, o anotarlos meticulosamente,
según los íbais ideando, en mi pequeño
memorándum, al objeto, sobra decirlo, de poder orientarme
en los planisferios que trazabais y para reconocer vuestra
Tierra como aquella que yo había creado. En fin, que
mi mundo ya no era pequeño, ni abarcable de una sola
mirada, ni tampoco plano como yo quise en un principio para
que no se cayeran las aguas de mis mares, porque, daos cuenta,
los geodestas del califa al-Mamún dejaron sentado deplorable
día que mi Tierra no era plana, ni cuadrada como la
forma ideal de mi jardincito auténtico, sino una esfera
formada por dos cúpulas perfectas o dos semiesferas
unidas entre sí con más precisión y fuerza
que los hemisferios inseparables del burgomaestre de Magdeburgo,
y cuyo radio quedó establecido en un valor muy aproximado
al que hoy queréis verdadero. Y estos datos, digo,
recogidos por al-Fargani, y conocidos e interpretados por
Cristóforo Colombo, habrían de tener no poca
influencia positiva en lo que gustáis llamar génesis
del descubrimiento de mi América, que ahora ya sabeis
son dos, como yo dispuse, unidas por un delgado brazo de tierra
para que pudieran confraternizar mis indios americanos. Y
no dejéis de tener en cuenta que mucho antes de ser
mi América verdadera tal y como ya quería desde
el mismo principio el erudito cosmógrafo Waldseemüller,
más conocido bajo su nombre humanístico de Hilacomilus,
la creíais las Indias Occidentales, o mi antiguo Catay,
o mi fermosísima isla Cipango, que ahora llamáis
Japón, o, por último, las inmensas tierras fabulosas
del Gran Jan que había visitado Marco Polo marchando
siempre en sentido contrario al que navegó Colombo.
Sí, insisto, me la mirásteis toda, enterita.
mandando a vuestros espeleólogos a recorrer los laberintos
de su interior, y vuestros alpinistas desvergonzados treparon
a mis más altos picos para curiosearlo todo desde lo
alto, asomando por primera vez sus cabezas a mi atmósfera
azul, atreviéndose incluso a tocar con sus manos mis
nubes hasta entonces vírgenes e inalcanzables e importunando
no poco a mis llamados por vosotros dioses superiores cuando
se os ocurrió encaramaros a mis míticas montañas
de Tesalia, del mismo modo que vuestros aventureros irreductibles
importunarían el silencio y la serenidad de los hielos
y las nieves de mis Polos lúgubres y misántropos
o la antiquísima soledad de mi Luna tímida y
enigmática puesta por mí como fogaril celeste
en mi cielo para guiar a los perdidos e iluminar a los navegantes.
© Carlos Miragaya, Carintia, Austria, 2004
Memorias apuntadas
Setenta y cinco aniversario del Grupo Escolar Joaquín
Costa de Zaragoza
Gobierno
de Aragón
Departamento de Educación, Cultura y Deporte
Zaragoza, 2004
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